BLOG DE CRÍTICA Y ANÁLISIS

martes, 23 de noviembre de 2010

Un ensayo de Pasolini


"Observaciones sobre el plano secuencia"


Observemos el film de dieciséis milímetros que un espectador, en la muchedumbre, hizo sobre la muerte de Kennedy. Eso es un plano secuencia; y es el plano secuencia más típico posible.
De hecho, el espectador-operador no procedió a una elección de un punto de vista: él simplemente filmó desde el punto en el que se encontraba, encuadrando lo que veía su propio ojo -más que el objetivo de la cámara- .
El plano-secuencia típico es entonces “subjetivo”.
Para un posible film sobre la muerte de Kennedy, faltarían todos los demás puntos de vista: desde aquel del mismo Kennedy hasta el de Jacqueline, desde aquel del asesino que disparaba hasta el de los cómplices, desde aquel de los demás presentes mejor colocados hasta aquel de los policías etc. etc.
Si nosotros poseyéramos una serie de pequeños films hechos desde cada uno de esos puntos de vista, ¿qué cosa tendríamos entre nuestras manos? Una serie de planos-secuencias que reprodujeran las cosas y actos reales de aquella hora, vistos contemporáneamente desde varios ángulos: es decir, a través de una serie de “subjetivas”. La subjetiva es entonces el extremo límite realista de toda técnica audiovisual. Es inconcebible “ver y sentir” la realidad mientras sucede desde más que un punto de vista: y éste es siempre el de un sujeto que ve y siente: un sujeto de carne y hueso porque aunque si nosotros, en un film de ficción, elegimos un punto de vista ideal, y entonces, de algún modo abstracto y no naturalista, eso se vuelve realista y, al limite, naturalista desde el momento en que en aquel punto de vista plantamos una cámara o una grabadora: el resultado será igual que cualquier cosa vista y oída por parte de un sujeto de carne y hueso (es decir que tenga ojos y oídos).
Ahora bien, la realidad vista y oída mientras está sucediendo es siempre en tiempo presente.
El tiempo del plano secuencia, entendido como elemento esquemático y primordial del cine -es decir como una subjetiva infinita- es entonces el presente. El cine, por consiguiente, consiste en “reproducir el presente”. La “toma directa” de la televisión es una reproducción paradigmática del presente de algo que está sucediendo.
Supongamos entonces que tenemos no sólo un cortometraje sobre la muerte de Kennedy sino una docena de cortos parecidos, en cuanto plano-secuencias que reproducen subjetivamente el presente de la muerte del Presidente. En el momento en que nosotros, también por razones de pura documentación (en una sala de proyección de la policía que realiza investigaciones, supongamos) vemos todos esos planos secuencia subjetivos, es decir los juntamos uno tras otro, aunque no materialmente, ¿qué hacemos? Procedemos a un montaje, aunque extremadamente elemental. Y ¿qué nos da este montaje? Nos da una multiplicación de “presentes”, como si la acción, en vez de desarrollarse una sola vez ante nuestros ojos, se desarrollase más veces. Esta multiplicación de “presentes”, en realidad, suprime al presente, lo vacía ya que cada uno de aquellos presentes postula la relatividad del otro, su aspecto inverosímil, su falta de precisión, su ambigüedad.
En el caso de la observación para una investigación de la policía -que se mostraría poco interesada en los aspectos estéticos y más en el valor documental de los filmes, proyectados como testimonios oculares de un hecho real que se quiere reconstruir en su exactitud- la primera pregunta que nos haríamos sería la siguiente: ¿cuál de esos cortometrajes representa para mí con más fidelidad la verdadera realidad de los hechos? Hay tantos pobres ojos y oídos (o cámaras y grabadoras) ante los cuales han pasado irreversibles capítulos de la realidad, presentándose ante ellos de manera diferente (como campo, contra-campo, plano general, plano americano, primer plano, y todos los ángulos posibles): entonces, cada uno de esos modos de presentación de la realidad es extremadamente pobre, aleatorio, casi digno de compasión, si se piensa que es solamente uno y que los otros son infinitos.
Es claro que a través de cada una de esas modalidades, la realidad logró expresar una parte de sus múltiples facetas: decir algo a los que estaban presentes (y con su presencia formaban parte de ella misma ya que la realidad habla sólo con ella misma). La realidad dijo algo en su lenguaje que es el de los actos (productos de los lenguajes humanos simbólicos y convencionales): un disparo, más disparos, un cuerpo que cae, un auto que se detiene, una mujer que grita, muchas personas que gritan... Todos estos signos no simbólicos dicen que algo ha ocurrido: la muerte de un presidente, aquí y ahora, en el presente. Y este presente es, repito, el tiempo de las diferentes subjetivas como plano-secuencias filmados desde varios ángulos visuales en los cuales el destino ha colocado los testigos, con sus órganos naturales imperfectos o con sus instrumentos técnicos.
El lenguaje de los actos es entonces el lenguaje de los signos no simbólicos del tiempo presente que, en el presente todavía no tiene sentido o, si lo tiene es de manera sugestiva, es decir, incompleta, incierta y misteriosa. Kennedy, al morirse, se expresó en un acto extremo: el caer y morir, en el negro sillón de un negro auto presidencial, entre los brazos débiles de una pequeño-burguesa norteamericana.
Pero este lenguaje extremo del acto por medio del cual Kennedy se expresó ante varios espectadores, en el presente -en el cual se percibe por los sentidos y se filma, que es lo mismo-, queda suspendido y sin contar. Como lo es todo momento del lenguaje de los actos, éste también es una busca. ¿Busca de qué? De una sistematización con respecto a uno mismo y al mundo objetivo; y por lo tanto una busca de relaciones entre éste y los otros lenguajes de la acción con los cuales ella se expresa. En este caso particular, los últimos sintagmas en vida de Kennedy buscaban establecer una relación con los sintagmas en vida de los que en aquel momento se expresaban, viviendo cerca de él. Por ejemplo, aquellos de su asesino, o asesinos, que disparaba, o disparaban.
Hasta que esos sintagmas no se relacionen entre ellos, sea el lenguaje del ultimo acto de Kennedy como el de los actos de sus asesinos, permanecen cojos e incompletos, prácticamente incomprensibles. Qué es lo que falta para que esos lenguajes se vuelvan completos y, por consiguiente, comprensibles? ¿Qué es lo que falta para que se establezcan las relaciones que cada uno de ellos busca a ciegas y balbuceando? No a través de una simple multiplicación de presentes -como sería el caso de yuxtaponer las distintas subjetivas- sino de su coordinación. Esta no consiste, como sería el caso de la yuxtaposición, en destruir ni en vaciar el concepto de presente (como en el caso de una hipotética proyección de los varios cortometrajes, uno tras otro en la sala del FBI), sino en convertir el presente en pasado.
Solamente los hechos ocurridos y acabados se pueden coordinar entre sí y, por eso, adquirir un sentido (como diré más adelante, quizás más claramente).
Ahora bien, hagamos una suposición ulterior: supongamos que entre los investigadores que han visto los varios hipotéticos cortometrajes, uno pegado tras otro, se encuentra un genio analítico. Su genialidad consistiría en poder hacer una coordinación. Intuyendo la verdad -a partir de un análisis atento de los distintos fragmentos... naturalistas, que componen los distintos cortometrajes-, estaría en posición de reconstruirla, ¿cómo? Eligiendo los momentos verdaderamente significativos de los distintos plano-secuencias subjetivos y encontrando, por consiguiente, su verdadero orden sucesivo. Se trataría, en palabras sencillas, de un montaje. Como consecuencia de tal trabajo de elección y de coordinación, los distintos ángulos visuales se disolverían y la subjetividad existencial cedería su lugar a la objetividad; no habría más parejas de ojos-oídos (o cámaras-grabadoras) para recoger y reproducir la fugitiva y, por eso tan poco fiable, realidad. En su lugar habría un narrador. Este transformaría el presente en pasado.
Pero desde el momento en que interviene el montaje, es decir cuando uno pasa de la cinematografía al film (que son dos cosas totalmente distintas, como la lengua es distinta de la palabra), el presente se convierte en pasado (si se ha hecho la coordinación de los distintos lenguaje en vida): un pasado que, por razones relativas al medio cinematográfico, y no por opción estética, tiene siempre las modalidades del presente (de un presente histórico, entendemos).
Entonces, aquí tengo que decir qué es lo que yo creo de la muerte (y dejo a los lectores la libertad de preguntarse, con escepticismo, qué tiene que ver esto con el cine). Ya dije varias veces, pero siempre mal, que la realidad tiene su propio lenguaje, o mejor, que ella es un lenguaje y para describirlo se necesita una “Semiótica General” que, por ahora, falta también como concepto (los semiólogos se fijan siempre en objetos bien distintos y definidos, es decir en varios lenguajes, hechos de signos o no, que existen; no se han enterado todavía que la semiótica es la ciencia que describe de la realidad).
Tal lenguaje, ya lo dije pero mal, coincide, por lo que al hombre se refiere, con la acción humana. El hombre se expresa ante todo por medio de su propia acción -ésta entendida no sólo en su aspecto pragmático- porque con tal acción modifica la realidad e interviene en el espíritu. Pero a esta acción suya le falta unidad y sentido hasta que no se haya completado. Mientras Lenin seguía vivo, el lenguaje de sus actos permanecía en parte indescifrable, ya que todavía tenía la posibilidad de modificarlo por medio de eventuales actos futuros. Para resumir, mientras existe futuro, es decir un factor incógnito, un hombre no llega a expresarse de manera definitiva. Puede haber un hombre honesto que, a la edad de sesenta anos, comete un crimen: tal acto reprochable modifica todos sus actos pasados y él mismo se presenta entonces como otro de lo que hasta aquel momento había sido. Hasta que yo no haya muerto, nadie podrá garantizar que me conoce verdaderamente, es decir dar un sentido a mis actos que, como material lingüístico, quedan casi indescifrables.
Por eso, es absolutamente necesario morir porque mientras seguimos vivos le falta sentido a nuestra vida y resulta imposible traducir su lenguaje (con el que nos expresamos y al que atribuimos máxima importancia): es un caos de posibilidades, una busca de relaciones y de significados sin continuidad. La muerte realiza un montaje fulminante de nuestra vida: elige los momentos verdaderamente significativos (y ahora inmodificables por otros posibles momentos incoherentes o de sentido contrario) y los pone en sucesión, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto y por eso indescriptible desde el punto de vista lingüístico, un pasado claro, estable, cierto, y por eso descriptible (justamente, en el marco de una Semiótica General). Sólo gracias a la muerte, nuestra vida nos sirve como expresión.
El montaje opera entonces sobre el material del film (constituido de fragmentos, larguísimos o muy cortos, de tantos plano-secuencias como de infinitas posibles subjetivas) lo que la muerte opera sobre la vida.

Pier Paolo Pasolini

(1967)

Traducción de Christina Komi

Université Paris III

miércoles, 3 de noviembre de 2010

"The Office" - (Temporadas 1-2-3-4-5-6)

"The Office" - Primera temporada (2005)
"The Office" - Segunda temporada (2005-6)
"The Office" - Tercera temporada (2006-7)
"The Office" - Cuarta temporada (2007-8)
"The Office" - Quinta temporada (2008-9)
"The Office" - Sexta temporada (2009-10)
La incorrecta locura
Apenas una oficina y no más de dos o tres despachos. Allí se desarrolla esta serie, copia infiel de su homónima inglesa. Pero claro, aquí está Michael Scott, el gran Steve Carell, dando rienda suelta al personaje más outsider de la televisión, pues no se puede llegar tan lejos en tanto estupidez, cretinismo y una ingenuidad que lo desborda. El mundo exterior, aquel que rara vez traspasa las paredes les es ajeno a todos, tanto, que ese micromundo se atrinchera al menor desarreglo. Veamos...
Sus personajes lo definen todo: la locura los aliena hasta convertirlos en seres piadosos y despiadados, tal su contradicción que los obtura para convertir a The Office en la más surrealistas de todas las comedias americanas.
Michael, el jefe, el que ríe de sí mismo sin saberlo, tierno, sencillo y constantemente aniñado para guiar al grupo en las más inverosímiles situaciones. Con su traje Armani a pleno, se vuelve ridículo y torpe a los ojos de sus empleados, quienes saben que sin él ese mundo gris de oficinista los condenaría al tedio irresoluto.
Dwaight Schrute, el germano, el que no dudará en sacar el arma porque para él el orden lo es todo, pero un orden propio de la locura. Su propia rectitud conspira contra su inteligencia, esa misma rectitud que lo destina a traiciones y conspiraciones de todo tipo. Dwaight ensambla la sumición de un soldado hacia su jefe, pero también el gran vendedor de la empresa...luego de Michael, claro.
Jim Halpert, el que solo piensa en hacerle bromas a Dwaight, el personaje más cuerdo de la serie tanto que se casará con la secretaria Pam, y que navega siempre impreciso para controlar la locura de Michael.
Pam, primero secretaria y luego vendedora, la cara bonita de la serie que armonizará con Jim, y con quien comparte las bromas hacia Dwaight. Tanto Jim y Pam son lo más parecido a lo normal; cuando se mira más atentamente, y dentro de ese contexto, ambos parecen destinados a cargar emocionalmente los desbordes de la oficina toda, y sus juegos entran en el rango de lo subrayadamente tonto.
El "temporario" Ryan, chico lindo que obsesiona a Michael -que lo tratará como un hijo- joven neoliberal y arribista inmoral, un yuppie que volará tan alto hasta terminar en la habitación más pequeña. Pareja de Kelly, una hindú que despliega desde el timbre de su voz la estupidez más aclamada, ese carácter adolescente siempre con la mirada corta hacia ideas inteligentes: su tesón sexual engancha a Ryan para no soltarlo; Stanley, un negro y gigantesco gordo, que solo piensa en sus crucigramas y porta el mal carácter de la serie; Kevin, el niño con cuerpo de adulto que reacciona casi guturalmente en todas las situaciones (magistral el capítulo donde una novia de Michael lo confunde con un retrasado mental); Creed, el más veterano y el de salidas más desorbitadas: habla con una vision del mundo a todas luces a contramano de sus pensamientos, sus salidas, pocas, son increíbles por lo exactas; Ángela, el doble femenino de Dwaight que sufre en este mundo tan alejado de ese otro al que pertenece: un mundo inexistente brotado de envidias y resentimientos, con un gesto adusto que lo dice todo (podría ser parienta de la Berta de Two and A Half Men, pero con malhumor eterno); Phyllis, una mujer conciente de sus posibilidades, siempre en el medio de decidir hacia algún objetivo, la oficina es su mundo en ese otro que la excluye por su obesidad y tamaño; Meredith, como la anterior trabaja en el sector ventas, una veterana que cualquier excusa será buena para despojarse de sus ropas: la más desinhibida de todo el grupo y la más alocada sexualmente aunque sin atraer a nadie de la oficina: si alguien quiere saber algo de sexo, ella ya lo hizo; Toby, el jefe de Recursos Humanos y el reverso de Michael. Éste lo odia sin ningún miramiento, lo detesta porque significa ese lado aburrido y esquemático el cual Michael saltea a cada paso: sus encontronazos son constantes, y sin posibilidad de aunarlos, sus oficinas están en cada esquina; Michael odia a Toby, así de simple; Oscar, el hispano que a las pocas temporadas revela su homosexualidad: cuando Michael se entera, y para evitar discriminación, lo besará en la boca, con paranoia posterior acreditada; Darryl, a cargo de la parte industrial, otro negro que estará de malhumor permanente y otro personaje que el desorden lo cierra para subsistir; y por último Andy, el último agregado que está tan loco como el resto: pasa como un ciclotímico de la alegría a la crispación más extrema.
The Office es incorrecta, es atípica y es genial. Los comentarios de los personajes a cámara muestran a su vez como se dualizan ante el resto de sus compañeros (en otra oportunidad ensayaremos sobre este recurso tan ligado a lo intromisivo y que lo liga con el espectador con inusual sentido). Una vez que se entra en ese mundo, no hay forma de dejarla, es adictiva. En The Office, nada es previsible y todo es posible. Michael te lleva a cualquier parte, y vale la pena. Sólo hay que verla.